19 de julio de 2025
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Nuevas amenazas y sátira social

La Guardia Urbana se enfrenta a una Buenos Aires sumida en el caos, donde las mafias se reorganizan, la violencia escala y una amenaza inédita se cierne sobre la población.


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Por Walter Pulero

La segunda —y anunciada como última— temporada de División Palermo llegó a Netflix con una promesa clara: cerrar el círculo de una sátira que incomoda, entretiene y, sobre todo, interpela. Su creador Santiago Korovsky y su singular escuadrón de la Guardia Urbana regresan para enfrentarse, no ya al absurdo institucional, sino al caos preelectoral de una Buenos Aires ficticia que se siente demasiado real.

Si la primera temporada sorprendía por su tono irreverente y su capacidad de abordar temas espinosos como la inclusión forzada o el show mediático de la seguridad, esta segunda parte pisa aún más fuerte el acelerador. El humor sigue siendo ácido, pero ahora apunta con mayor precisión a los mecanismos de poder: la manipulación política, el narcotráfico disfrazado de emprendimiento gourmet y la vigilancia estatal como parodia de sí misma.

La serie no tiene miedo de incomodar. Y lo hace bien. Porque detrás de cada escena absurda hay una capa de lectura mucho más densa: la ciudad como campo de batalla ideológico, el funcionariado como personaje tragicómico y el ciudadano como rehén de una democracia de cartón.

Esta nueva entrega acentúa lo que ya estaba presente: División Palermo no es solo una comedia, es también una forma de crónica social disfrazada de sketch. Hay algo de Capusotto, algo de Monty Python, pero también algo típico argentino en cada línea de diálogo. Las escenas en Cuero Café —ese Starbucks siniestro regenteado por un villano carismático interpretado por Juan Minujín— son brillantes y aterradoras en igual medida.

La trama avanza con más ritmo que en la primera temporada, aunque no pierde su identidad coral. Cada personaje tiene su arco, incluso los secundarios (como el de Martín Piroyansky), y hay un cuidado notable por mostrar las contradicciones internas de todos: nadie es completamente héroe ni completamente idiota. Incluso Felipe (Korovsky), el protagonista, se vuelve más opaco, más humano, más usado por el sistema del que alguna vez creyó formar parte.


El elenco vuelve a estar impecable. Daniel Hendler, Pilar Gamboa, Martín Garabal, Charo López y Hernán Cuevas repiten con soltura, mientras que las incorporaciones —Minujín, Alejandra Flechner— se integran con precisión quirúrgica. No hay sobreactuación, y cada gesto está pensado para resaltar lo patético, lo absurdo o lo brutal de una situación.

El guion, escrito nuevamente por Korovsky y equipo, brilla especialmente en los diálogos cargados de doble sentido y las situaciones que rayan lo surreal. Hay homenajes sutiles al cine político de los 70 y guiños a la realidad contemporánea que provocarán más de una carcajada incómoda.

División Palermo es una comedia negra que se anima a lo que pocas se animan: poner en crisis los discursos cómodos y no por nada se convirtió en un fenómeno cultural. Logra en su segunda temporada algo muy difícil: cerrar bien. No se estira innecesariamente, no intenta volverse solemne ni moralizante. Cierra como empezó: riéndose en la cara del sistema. Pero esta vez, con más heridas abiertas y menos esperanza. Y eso, paradójicamente, la vuelve aún más necesaria.


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