21 de febrero de 2025
el brutalista

La figura del artista, entre el horror y el capitalismo salvaje 

Huyendo de la Europa de la posguerra, el visionario arquitecto László Toth llega a Estados Unidos para reconstruir su vida, su obra y su matrimonio con su esposa Erzsébet tras verse obligados a separarse durante la guerra a causa de los cambios de fronteras y regímenes. Solo y en un nuevo país totalmente desconocido para él, László se establece en Pensilvania, donde el adinerado y prominente empresario industrial Harrison Lee Van Buren reconoce su talento para la arquitectura. Pero amasar poder y forjarse un legado tiene su precio…


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Por Ignacio Rapari

El brutalista es una obra que, en parte, indaga en la búsqueda de trascendencia. Una búsqueda que, curiosamente, tiene puntos de contacto con la reciente –y también multi nominada– Un completo desconocido de James Mangold. De cierta manera, la transformación eléctrica de Bob Dylan en el Newport Folk Festival de 1965 recuerda a la consolidación del “destino” que en algún momento pudo haber planeado el arquitecto húngaro László Tóth, interpretado por Adrien Brody.

Mientras el cantante estadounidense luchaba contra la percepción que su público había construido de él, Tóth lucha porque se respete su visión del proyecto edilicio que le fue encargado tras su llegada a Filadelfia. Pero, a diferencia de Dylan, su batalla no está marcada por la tensión entre la tradición y la ruptura, sino que se desarrolla en un contexto mucho más asfixiante, donde múltiples factores oscurecen su búsqueda.

Desde la supervivencia en una tierra que se jacta de “tolerarlo” y la necesidad de proteger a los suyos, hasta el hecho de ser solo un nombre más en una nómina en la que su relevancia depende del día, cada obstáculo pone en duda qué es realmente lo que impulsa al protagonista. ¿Estamos ante la lucha de un artista por su obra o simplemente frente al colapso de un hombre atrapado en un sistema que lo devora?

Dicho esto, es clave preguntarse en qué momentos de la obra vemos a un artista luchando por su visión y en cuáles presenciamos a un hombre consumido por la desesperación. Este dilema se acentúa especialmente en la segunda parte de la película, cuando conocemos el verdadero rostro de Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce).

Un ejemplo claro ocurre cuando se ordenan modificaciones en la construcción del Instituto Van Buren para reducir costos en la obra. László, furioso, ignora la orden y decide cubrir los gastos con sus propios honorarios, como si con esa acción pudiera evitar que su construcción fuese corrompida.

En ese sentido, si entendemos al brutalismo como un estilo arquitectónico rígido, que prioriza la imposición por sobre el atractivo estético, decisiones como aquella refuerzan el ideal del protagonista. László no solo busca que el edificio conserve su esencia, sino que ve en ello una afirmación de su propia existencia. Más allá de la obra en sí misma, lo que está en juego es su identidad. Sin embargo, todo ocurre en el marco de una relación comercial abusiva, donde el “contratado” debe padecer el destrato, la humillación y hasta la vejación por parte del “contratante”. Entonces, ¿cuál es el verdadero fin del artista en este contrato implícito? ¿La trascendencia o la mera remuneración para sobrevivir en un contexto adverso?

La escena inicial, cuando se invierte la Estatua de la Libertad, no solo representa la destrucción del sueño americano, sino también una subversión de la percepción visual. Así como la arquitectura brutalista desafía la noción tradicional de lo que un edificio debe ser, László desafía la idea de lo que un extranjero debe ser. Pero, ¿Qué mejor para el capitalista que poder moldear esa figura a su antojo?

En la primera parte de la película, Harrison le otorga a László el valor que a él le conviene concederle. Y para que su caída sea aún más devastadora, primero lo eleva a un estatus impensado dada su vulnerabilidad. La relación entre ambos no es más que una manifestación de la oferta y la demanda: László es valioso mientras su talento sirve a los intereses de Harrison, pero una vez que su utilidad se vuelve prescindible o incómoda, su destino queda sellado.

En ese esquema, la violación de László por parte de Harrison en las Canteras de Carrara no es solo un acto de brutalidad física, sino la expresión final de la lógica capitalista en su forma más perversa: Harrison ya no necesita a László como arquitecto, pero aún puede someterlo como cuerpo. Lo reduce a su mínima expresión, despojándolo no solo de su trabajo, sino también de su humanidad.

Sin embargo, el epílogo en la Bienal de Venecia nos revela una última verdad: el Instituto Van Buren no fue solo un encargo, sino una manifestación de la memoria de László. Su diseño, inspirado en su paso por los campos de concentración, transforma el horror en arte, convirtiendo la opresión en una forma de resistencia. László fue alienado, manipulado y destruido, pero su obra sigue en pie. De ahí también la frase del propio Tóth, con la que su sobrina Zsófia lo recuerda: «Por más que intenten venderte, no importa el viaje. Lo que importa es el destino».

El famoso plano que invierte la cruz en el interior del centro comunitario Van Buren, justo después de que Erzsébet (Felicity Jones) revele el verdadero rostro de Harrison, no solo remite a su tradicional asociación con lo satánico, sino que refuerza la idea de una nueva deformación visual. Esta inversión, al igual que la arquitectura brutalista, rompe con la armonía establecida y desafía la percepción convencional. Pero, más allá de su estética, la cruz invertida también evidencia el significado oculto que László otorgó a la obra sin que nadie –y en especial Harrison– lo supiera.

El supuesto homenaje a la madre de Van Buren, una mujer a la que solo conocemos a través de la versión que Harrison construyó de ella, es en realidad la reafirmación definitiva de la identidad de László. Lejos de quedar anulado entre el abuso psicológico y un acto imperdonable, su esencia sobrevive y se consolida en la arquitectura misma, transformando su sufrimiento en un legado que ni siquiera su opresor pudo corromper.

Mientras la última frase de Zsófia en Venecia resuena en nuestra cabeza, los créditos comienzan a correr. Entonces, se produce una nueva subversión: tras el solemne –y brillante– registro musical de Daniel Blumberg, irrumpe la alegre «One for You, One for Me» de La Bionda. La ironía es evidente. Todo se reduce a una transacción, un eterno ‘tira y afloje’. Uno para ti, uno para mí. La tensión entre el artista y el capitalismo salvaje llevada a su máxima expresión.


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