
¿De qué sirve ser inmortal?
La obsesión de Víctor Frankenstein por la resurrección repercute en su creación más extraña. Cuando entiende que su manía se desborda de lo controlable, la disputa entre ambos será trágica y repleta de intrinsecidad.

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Por Ignacio Pedraza
El mexicano Guillermo del Toro es un cuentista. Un cuentista fantástico. El realizador tiene la capacidad de adentrarnos en los relatos más fabulosos e inverosímiles con un romanticismo y una capacidad empática que permite ver la belleza de los sectores más oscuros y tristes. Era inevitable, en una filmografía que se ha caracterizado por dichos puntos, el cruce entre él y la obra de Mary Shelley.
En Frankenstein (2025) parece condensarse todo lo realizado hasta la fecha por el director. Eso no implica que sea su trabajo más destacado ni el más inolvidable. Pero desde un inicio podemos encontrar la huella del realizador de manera clara, con el diseño del arte de Brandt Gordon y la fotografía de Dan Laustsen –colaborador en los últimos trabajos del cineasta- trabajando de manera grandilocuente para representar el siglo XIX. El estilo visual lleva su marca y logra deleitarnos, ya sea en la pantalla grande como en la chica, con esos aspectos técnicos más que cuidados para redondear un producto muy casero, a la altura de lo que se espera del bueno de Guillermo.
Pero si lo pensamos como un narrador, esta nueva adaptación también permite analizar dicha vertiente y pensar qué es lo que ofrece de novedoso el reciente estreno de la «N roja». Dejando de lado algunas sinopsis preliminares del proyecto –que situaban la historia posterior a lo realmente proyectado-, el largometraje se basa en un melodrama que se aleja del terror –eso no la hace prescindir de tintes terroríficos- que permite contraponer al creador y monstruo, que debate sobre quién es el verdadero peligro y hasta dónde puede llegar la ambición y obsesión del ser humano.
Para ello, el director decide dividir su trabajo en tres partes: un prefacio, donde nos inserta en un gélido paisaje con el enfrentamiento a flor de piel –y que tiene las mejores secuencias de acción-, y dos divisiones más que apunta a la perspectiva de cada una de las partes –casi ofreciéndonos más como jurados que como espectadores- que van desde nociones biográficas de Victor (Oscar Isaac) hasta el recorrido humanista del monstruo (buena caracterización de Jacob Elordi). Es decir, hay una cobertura totalizadora a lo escrito por Shelley en el guion de Del Toro –con ciertos guiños o que quedan solo en ideas, como lo que veremos el año que viene de la mano de Maggie Gyllenhall-, pero apuntando a una adaptación libre.
A esa convergencia que hablábamos sobre este proyecto dentro de la filmografía del realizador, resulta claro que, más allá de lo técnico –hay que sumarle una correctísima musicalización conductista de Alexandre Deplat-, ciertas temáticas también vuelven a presentarse en el relato. Lo que veíamos en la historia de amor entre Elisa (Sally Hawkins) y BOB (Doug Jones) acá también se alista, aunque de una manera más tímida –quizá lo que faltó con mayor desarrollo- entre el espécimen y Elizabeth (Mia Goth, con un puñado de escenas, parece acompañar la vertiente más optimista); o la cuestión más discriminatoria que ha sufrido el mismísimo Hellboy (Ron Perlman) y que la creación no está exenta, más allá de las tiernas secuencias junto al personaje de David Bradley.
En esa suma de las partes, lo previsible puede restarle unos puntos al nuevo trabajo del mexicano, aunque eso no implica resaltar la belleza del proyecto y esa capacidad, que vuelve a evidenciar, para la fábula que alterna entre el horror y la pasión que confluye en un nombre: Guillermo del Toro.
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