6 de octubre de 2025
ed gein

El monstruo como espejo

En una granja aislada de Wisconsin, el retorcido vínculo del conflictivo y solitario Ed Gein con su dominante madre lo arrastra a un terrorífico descenso hacia la locura. Atormentado por visiones horrendas, Ed convierte su fijación con la muerte en un hobby macabro.


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Por Walter Pulero

En Monstruo: la historia de Ed Gein, Ryan Murphy vuelve a poner en escena su pregunta más inquietante: ¿hasta dónde puede la ficción narrar el mal sin convertirlo en espectáculo? Si en Dahmer el límite entre empatía y morbo ya era difuso, en esta nueva temporada de la serie antológica ese límite se vuelve aún más problemático. Ed Gein (Charlie Hunnam), el asesino rural de Wisconsin que inspiró a medio siglo de cine de terror, no es solo un personaje: es el punto de origen del monstruo moderno, una figura que mezcla patología, represión y deseo de trascendencia.

El nuevo estreno de Netflix asume ese peso simbólico, pero lo hace desde una tensión constante entre dos impulsos: entender y exhibir. Por un lado, busca indagar en los condicionamientos psicológicos, religiosos y familiares que forjaron al asesino; por el otro, se desliza una y otra vez hacia la fascinación visual del horror. Así, el dilema ético no solamente está en lo que muestra, sino en cómo y por qué lo muestra.

Desde un punto de vista filosófico, Monstruo: la historia de Ed Gein continúa la tradición que tanto Nietzsche como Arendt ayudaron a pensar: el mal no siempre proviene de la excepcionalidad, sino de lo cotidiano. Ed Gein no es presentado como un demonio, sino como alguien aplastado por un entorno de represión religiosa, aislamiento social y una madre autoritaria que lo educa en la culpa. Y la serie acierta en esto al plantear que el monstruo es un producto cultural antes que una anomalía biológica.

Pero ese gesto también tiene un riesgo: humanizar al monstruo puede transformarse en justificarlo: en su esfuerzo por desentrañar las causas, la serie por momentos diluye la responsabilidad personal de Gein y es algo por lo cual mucho se lo ha criticado a Murphy. Su locura es tratada con compasión, pero sin equilibrio suficiente frente a las víctimas invisibles. En ese sentido, lo que se pierde no es tanto la moral, sino la memoria del daño.

El productor también de American Horror Story, parece consciente de que el espectador contemporáneo consume el horror real como entretenimiento. Es por eso que Monstruo funciona además como una crítica al propio público. Nos coloca frente a escenas de violencia y nos obliga a preguntarnos: ¿por qué seguimos mirando? ¿Qué tipo de placer hay en presenciar la degradación de otro ser humano, incluso cuando la historia está basada en hechos de la realidad?


Una de las cuestiones más interesantes de la serie es cómo conecta a Gein con la genealogía del terror cinematográfico con Psicosis, La masacre de Texas y El silencio de los inocentes. En ese tránsito del hecho al mito, la obra plantea una pregunta inquietante: ¿Cuándo el mal deja de ser historia y se convierte en cultura popular? En ese punto, Monstruo es una reflexión sobre la industria del horror: cómo el crimen real se transforma en franquicia, en estética, en mercancía emocional. La ética de la narración se tensiona con la economía del streaming. Cada plano oscuro, cada sonido de metal, cada mirada desequilibrada está pensada para atraer clicks. Y sin embargo, debajo de esa maquinaria visual, hay un debate genuino: ¿podemos mirar al monstruo sin convertirnos en su público?

Monstruo: la historia de Ed Gein es una serie ambiciosa, bien producida, visualmente impactante, con actuaciones fuertes y que aporta elementos interesantes en cuanto a cómo el crimen real se convierte en mito. Para quienes les interesa el género del true crime y el horror psicológico, puede ser una experiencia inmersiva (aunque perturbadora). Pero su falla persiste en no delimitar bien cuándo deja la historia factual para entrar en la ficción, lo que puede confundir. Su morbo y su retórica gráfica a veces parecen más espectáculo que reflexión. Y eso puede hacer que algunos espectadores la rechacen, se sientan incómodos, o la critiquen por falta de respeto hacia los hechos.

Lo que nos ha enseñado esta antología es que no solo estamos frente a un relato criminal, sino a una meditación sobre la mirada. Nos muestra cómo el horror puede ser tan íntimo como estructural, y cómo la fascinación por el mal dice más de nosotros que del asesino. Su mayor mérito filosófico está en poner en crisis la frontera entre la comprensión y la complicidad; su mayor falla ética, en no saber siempre cuándo detenerse. Murphy logra que el espectador se vea reflejado en la misma pulsión que denuncia: la de mirar el abismo con la esperanza de que el abismo no nos devuelva la mirada frente al espejo. Pero lo hace. Y ese es, quizás, el verdadero terror de la serie.


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