26 de abril de 2024

¿El final de un clásico?

El padre Logan de un lado del conflicto y sus hijos del otro. La serie creada por Jesse Armstrong llegó a su final con la cuarta temporada. Elogiada de principio a fin, sus problemáticos personajes y dinámicos escollos empresariales le dan el tupé de colocarse entre las grandes producciones de la pantalla chica.


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Por Ignacio Pedraza

Si de algo puede llevar con orgullo HBO es que, entre los diferentes pasillos que cuelgan sus diversas producciones, en el acceso a los clásicos siempre cuentan con la posibilidad de agregar más cuadros. Y si bien hasta hace no mucho el mundo apoyaba los ojos en la pantalla en los Siete Reinos creados por George R.R. Martin, los clásicos domingos siguieron perteneciendo a la empresa con Succession (2018).

Lo craneado por Jesse Armstrong hizo que nos interese ver a gente discutir sobre acciones y naturalizar millones de dólares del que nunca estaremos cerca en nuestras vidas seguramente. No pasa por empatía, debido a la lejanía de todo ese círculo; pero tampoco –aunque tal vez un poco más cercano a eso- porque nos interesa ese circo moderno de ricachones enjaulados en su mundo peleando entre sí y florecer sus miserias como cualquier ser humano. Sino que la riqueza de la serie pasa por la inteligencia de los diálogos y enérgicas situaciones que se mantienen siempre activos.

Los Roy decidieron unirse, pelearse, dejar todo, ser ambiciosos y muchas acciones contradictorias más. En este último round, tenemos al mandamás Logan (Brian Cox) en pleno conflicto con sus tres hijos: Kendall (Jeremy Strong), Shiv (Sarah Snook) y Roman (Kieran Culkin), mientras el olvidado Connor (Alan Ruck) intenta materializar sus utópicos sueños.

Pero cualquier premisa como un simple enfrentamiento entre progenitor y descendientes que cerró lo que vimos en 2021 es poco para lo que podíamos esperar de estos últimos diez capítulos. La idea de esta temporada no es una simple disputa en el ring, solo ver a millonarios luchando por el trono, sino que sus autores decidieron contar con varios trucos bajo la manga para despistar al espectador –sin faltarle el respeto- y que el dinamismo por el que se caracterizó la serie nunca decaiga. De salidas sorpresivas en el reparto protagónico a apariciones que se van haciendo más fuerte –el acechante misántropo interpretado por Alexander Skarsgård– son matrices de esta cuarta parte, y que demuestran que el universo creado tomó semejante dimensión que logra funcionar aunque algunos nombres no se hagan presentes. ¿Se extraña? Sí, pero esa ausencia también representa, implica exteriorizar pasiones del resto que lo justifican en este contexto caótico.


Hay situaciones muy puntuales que abordarlas puntillosamente en estas líneas le sacarían la magia creada en la pantalla; pero las bodas –siempre HBO poniendo el énfasis caótico a este tipo de ceremonias- o las elecciones presidenciales son pruebas para los personajes y sus movimientos cual fichas de ajedrez. ¿Quién es alfil, rey o torre? Es lo interesante de ver en dichos sucesos, y la metamorfosis de roles que no se estancan.

Pero entre tanto elogio técnico, sería injusto no poner a sus protagonistas en el pedestal merecido para construir esos personajes que generan cualquier sentimiento, menos indiferencia. Podríamos decir que este epílogo nos permite vislumbrar un Roman alejado de la ironía característica y, como fue Kendall durante otros pasajes, más transparente y frágil. Lo mismo sucede con la hasta acá invicta hermana Roy, donde la interacción con Tom (Matthew Macfadyen) resultó de lo más movilizante con escenas icónicas pero también su inquietud frente a sus consaguíneos.

La historia de la familia antítesis de los Pearsons llegaron a su fin, con ganadores, perdedores, sujetos sujetados y solitarios. El rótulo de “clásico” a Succession lo pondrá en su lugar el tiempo, aunque los sentimientos generados y elogios exorbitantes nos permite vislumbrar su espacio entre las mejores producciones de la pantalla chica.


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